....ningún grito atormentado puede
ser mayor que el grito de un solo hombre.
O mejor dicho, ningún tormento
puede ser mayor que el que puede
sufrir un solo ser humano.
Todo el planeta no puede sufrir
un tormento mayor que una sola alma.
El filme más humano
[Janusz Korczak] (seudónimo literario
del gran pedagogo Henryk Goldszmit)
...un héroe fílmico
absolutamente humano, recuerda los
horrores de las guerras libradas
durante la vida de su sufrida
generación. Por supuesto, recuerda las
atrocidades y las condena y las
aborrece tal como esos actos
inhumanos merecen ser condenados y
aborrecidos. Sin embargo, lo que más
horror le produce es el recuerdo de un
hombre borracho que patea a un niño.
En nuestro mundo obsesionado con las
estadísticas, los promedios y las
mayorías, tendemos a medir el grado de
inhumanidad de las guerras por medio
del número de víctimas. Tendemos a
medir el mal, la crueldad, el escarnio y
la infamia de la victimización por medio
del número de víctimas, pero;
....ningún grito atormentado puede
ser mayor que el grito de un solo hombre.
O mejor dicho, ningún tormento
puede ser mayor que el que puede
sufrir un solo ser humano.
Todo el planeta no puede sufrir
un tormento mayor que una sola alma.
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la pelicula completamente subtitulada!.
Biografía de Janusz Korczak,
escritor, profesor y médico, que es recordado por su labor
como director de un orfanato para niños judíos en Polonia
durante los primeros años del nazismo. En 1942, sin embargo,
se vio obligado a trasladar a doscientos huérfanos judíos
al ghetto de Varsovia, desde donde, poco después,
fueron enviados a Treblinka.
(FILMAFFINITY)
escritor, profesor y médico, que es recordado por su labor
como director de un orfanato para niños judíos en Polonia
durante los primeros años del nazismo. En 1942, sin embargo,
se vio obligado a trasladar a doscientos huérfanos judíos
al ghetto de Varsovia, desde donde, poco después,
fueron enviados a Treblinka.
(FILMAFFINITY)
La mayoría de nosotros coincidiría
en que el sufrimiento sin sentido y el
dolor infligido insensatamente no
pueden tener excusa y no serían
defendibles ante ningún tribunal, pero
menos están dispuestos a admitir que
matar de hambre o causar la muerte a un
solo ser humano no es ni puede ser «un
precio que valga la pena pagar», por
«sensata» o incluso noble que pueda ser
la causa por la que se paga. El precio no
puede ser nunca la humillación o la
negación de la dignidad humana. No se
trata tan sólo de que la vida digna y el
respeto debido a la humanidad de cada
ser humano se combinan para constituir
un valor supremo que no puede ser
superado ni compensado por cualquier
volumen ni cantidad de otros valores,
sino que todos los otros valores
solamente son valores en cuanto sirven
a la dignidad humana y promueven su
causa. Todas las cosas valiosas de la
vida humana son tan sólo vales de
compra para ese valor que hace que la
vida sea digna de ser vivida. Quien
busque la supervivencia asesinando la
humanidad de otro ser humano sólo
consigue sobrevivir a la muerte de su
propia humanidad.
La negación de la dignidad humana
desacredita el valor de cualquier causa
que necesite de esa negación para
confirmarse. Y el sufrimiento de un solo
niño desacredita ese valor tan radical y
completamente como el sufrimiento de
millones. El principio que puede
resultar cierto en el caso de las tortillas
se convierte en una cruel mentira cuando
se lo aplica a la felicidad y el bienestar
humanos.
Los biógrafos y discípulos de
Korczak suelen aceptar en general que la
clave de sus ideas y actos era su amor a
los niños. Esa interpretación tiene
sólidos fundamentos: Korczak sentía un
amor apasionado e incondicional,
completo y abarcativo hacia los niños,
un amor capaz de sostener toda una vida
con un sentido de integridad y cohesión.
Sin embargo, al igual que todas las
interpretaciones, esta no abarca
completamente a su objeto.
Korczak amaba a los niños como
pocos de nosotros somos capaces de
amar, pero lo que amaba en los niños
era su humanidad. La humanidad en su
mejor faceta: no distorsionada, no
trunca, en estado puro, íntegra, completa
en su infancia incipiente, colmada de
una promesa aún no traicionada y de un
potencial todavía no contaminado. Los
potenciales portadores de esa
humanidad nacen y crecen en un mundo
más propenso a cortarles las alas que a
alentarlos a desplegarlas para volar, y
por eso, según Korczak, sólo en los
niños se podía encontrar humanidad, y
preservarla (por un tiempo, sólo por un
tiempo) en estado prístino y completo.
Tal vez sería mejor cambiar los
hábitos del mundo y hacer del hábitat
humano un lugar más hospitalario para
la dignidad humana, de modo que el
ingreso a la vida adulta no comprometa
la humanidad de los niños. El joven
Henryk Goldszmit compartía las
esperanzas de su siglo y creía que
cambiar los abominables hábitos del
mundo estaba en poder de los seres
humanos, que era una tarea factible y
viable. Pero con el correr de los años, a
medida que las pilas de víctimas y los
«daños colaterales», provocados tanto
por las malas intenciones como por las
intenciones nobles, crecieron hasta el
cielo, y a medida que la necrosis y
putrefacción de la carne, que suele ser
también el destino de los sueños,
dejaban cada vez menos espacio a la
imaginación, esas elevadas esperanzas
perdieron toda credibilidad. Janusz
Korczak conocía perfectamente la
incómoda verdad que tampoco Henryk
Goldszmit ignoraba: que no existen
atajos que conduzcan a un mundo hecho
a la medida de la dignidad humana, dado
que es improbable que «el mundo que
existe realmente», construido cada día
por gente ya despojada de su dignidad y
desacostumbrada a respetar la dignidad
humana de los otros, pueda reconstruirse
según esa medida.
En nuestro mundo, la perfección no
puede imponerse por ley. No es posible
imponer la virtud y tampoco se puede
convencer al mundo de que adopte una
conducta virtuosa. No podemos hacer
que el mundo sea amable y considerado
con los seres humanos que lo habitan, ni
que se adecúe a los sueños de dignidad
que anhelamos. Pero hay que intentarlo.
Y uno lo intenta. Lo intentaría, al menos,
si uno fuera el Janusz Korczak que
surgió de Henryk Goldszmit.
¿Pero cómo intentarlo? Un poco
como los visionarios utópicos a la vieja
usanza, que, tras haber fracasado en su
intento de lograr la cuadratura del
círculo de seguridad y libertad dentro de
la Gran Sociedad, se convirtieron en
diseñadores de comunidades cercadas,
centros comerciales y parques
temáticos… Pero en nuestro caso, lo
intentamos protegiendo la dignidad con
la que nace todo ser humano de ladrones
y estafadores que pretenden robarla o
distorsionarla o mutilarla, y
emprendiendo esa labor de protección
de toda una vida cuando aún hay tiempo,
durante los años de dignidad de la
infancia. Trataríamos de cerrar el
establo antes de que el caballo se
desboque o sea robado.
Una manera de hacerlo —
aparentemente la más razonable— es
proteger a los niños de los efluvios
venenosos de un mundo manchado y
corrompido por la humillación y la
indignidad humanas, vedándoles el
acceso a la ley de la jungla que empieza
del otro lado del umbral de la puerta del
refugio. Cuando su orfanato fue
trasladado de su ubicación de preguerra,
en Krochmalna, al gueto de Varsovia,
Korczak ordenó que la puerta de entrada
permaneciera constantemente cerrada
con llave y que las ventanas de la planta
baja fueran tapiadas. Como las
inminentes deportaciones hacia las
cámaras de gas se convertían ya en una
certeza, Korczak se opuso a la idea de
cerrar el orfanato y dejar a los niños
librados a su suerte para que buscaran
individualmente una posibilidad de
escape que quizás (y sólo quizás) alguno
de ellos podría procurarse. Seguramente
decidió que no valía la pena correr ese
riesgo: una vez fuera del refugio, los
niños conocerían tan sólo el miedo, la
denigración y el odio. Perderían su
valor más preciado: la dignidad. Una
vez despojados de ese valor, ¿qué
sentido tendría seguir viviendo? Ese
valor, el más preciado de los seres
humanos, el atributo sine qua non de la
humanidad, es una vida digna, y no la
supervivencia a cualquier precio.
Spielberg podría aprender
algo de Korczak, el hombre,
y de Korczak, el filme.
Algo que no sabía, o que no quiso saber,
o que no quiso admitir que sabía, algo
acerca de la vida humana y de esos
valores que hacen que la vida sea digna
de ser vivida, algo que ignoró o
desconsideró en su propio relato de la
inhumanidad, La lista de Sckindler,
éxito de taquilla que recibió el aplauso
de nuestro mundo, que poco tiene que
ver con la dignidad y donde hay una gran
demanda de humillación, y que ha
llegado a considerar que el propósito de
la vida es sobrevivir a los demás.
El filme La lista de Schindler es
acerca de sobrevivir a los demás,
sobrevivir a cualquier precio y en
cualquier circunstancia, pase lo que
pase, haciendo lo que haya que hacer. La
atestada sala estalla en aplausos cuando
Schindler consigue bajar a su capataz
del tren que está por partir hacia
Treblinka. Poco importa que no haya
impedido la partida del tren y que el
resto de los pasajeros transportados en
vagones de ganado terminen su viaje en
las cámaras de gas. Y el aplauso vuelve
a estallar cuando Schindler rechaza la
oferta de «otros judíos» para reemplazar
a «sus judíos», «erróneamente»
marcados para el crematorio, y logra
«corregir» «ese error».
El derecho del más fuerte, del más
astuto, del más ingenioso o artero
para hacer todo lo posible por
sobrevivir a los más débiles y
desafortunados es una de las lecciones
más horrorosas del Holocausto.
Una lección truculenta, aterradora, pero
por la misma razón rápidamente
aprendida, incorporada, memorizada y
aplicada. Para poder ser adoptada, esa
lección primero debe ser despojada de
toda connotación ética, convertida en la
esencia misma de un juego de
supervivencia de suma cero. La vida es
sobrevivir. Viven los más fuertes. El que
golpea primero sobrevive. Mientras uno
es el más fuerte, puede librarse sin
castigo de lo que les haya hecho a los
débiles. El hecho de que la
deshumanización de las víctimas
deshumaniza —y devasta moralmente—
a los victimarios se descarta como una
irritación menor, cuando no se omite
totalmente. Lo que cuenta es ponerse por
encima y permanecer allí. Sobrevivir —
seguir con vida— es aparentemente un
valor que permanece impoluto y no es
manchado por la inhumanidad que
implica una vida dedicada a la
supervivencia. Es un valor digno de
lograrse en sí mismo, por altos que sean
los precios que deban pagar los
derrotados y por más profunda e
irreparable que sea la depravación y la
degradación de los vencedores.
Esta lección, la más inhumana y
terrorífica que nos ha dejado el
Holocausto, nos llega completa, con un
inventario de los daños que podemos
infligirles a los débiles para reafirmar
las propias fuerzas. Hacer redadas,
deportar, encerrar en campos de
concentración o condenar a poblaciones
enteras al modelo concentracionario,
demostrar la futilidad de la ley con la
ejecución inmediata de sospechosos,
encarcelando sin juicio ni plazo de
confinamiento, sembrando el terror con
castigos arbitrarios y azarosos: todos
estos procesos han demostrado ser útiles
a la causa de la supervivencia, y por lo
tanto «racionales».
La lista se amplía a medida que pasa
el tiempo. Se experimenta con «nuevos y
mejores» recursos y, si la prueba resulta
exitosa, se suman al inventario recursos
como allanar hogares o barrios enteros,
arrancar de raíz montes de olivos,
incendiar cosechas, destruir lugares de
trabajo y medios de subsistencia por
miserables que sean. Todos esos
procedimientos tienden a
autopropulsarse y autoexacerbarse por
sí mismos. A medida que crece la lista
de atrocidades cometidas, también crece
la necesidad de aplicarlas cada vez con
mayor determinación para impedir que
las víctimas hagan oír su voz y sean
escuchadas. Y a medida que las viejas
estratagemas se vuelven rutinarias y se
disipa el horror que han sembrado entre
sus víctimas, es necesario buscar
urgentemente nuevas artimañas, aún más
lacerantes y horrorosas.
(...de Zygmunt Bauman de su: "Amor Líquido").
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