
Son casi las 3:0 am y sigo sin dormir, pase de una postura derrotada en mi escritorio a una figura sombría sobre la cama, de la cama al sofá y del sofá a una tormentosa locura nocturna quemando intensamente lo que quedaba de una noble mirada, puedo escuchar respirar a los vivos de forma alucinante provocándome repulsión, maldigo los muros que tendrían que protegerme incluso de mi sonido, ahora me encuentro mirando una cortina vieja la cual me recuerda que no soy el único habitante deteriorado de esta casa remedo de lo que fue en los sueños del arquitecto estelar  y en mi memoria olvidada que ocasionalmente se manifiesta como aquel fantasma del tiempo, etapa en la que la mejor noticia era saber que podría morir algún día, algún día es eterno para mi así como quisiera lo fuera aquella pacifica oscuridad ornamentada por una destello digno de un diosa propinado por un singular guardián nocturno en quien confío mi alma si es que todavía existe en alguna parte de mi para auxiliarme en mi descanso eterno, simplemente no puedo dejar de pensar en la posibilidad de mi muerte y no me explico por qué no llega ¿qué tanto mi piel tendrá que caer y mis huesos lastimarse para poder vivir? Seguramente es un complot divino, si, tiene que ser eso un juego para las deidades que jalan mis lazos en esta dimensión ya puedo imaginarlos riendo sin control y disputando por quien propina más dolor, oh simplemente nada es como se piensa, no tendría que pensarse a menos que quieras agonía y sufrimiento por la humanidad. Otra vez amanece y no quiero que pase, ¿Qué hacer? y si solamente por hoy abro esa vieja cortina, nunca lo eh intentando, ¿podría ser relevante acaso? solo hoy podría ¿cambiaria algo en mi? es la interrogante más grande pero ahora ya no quiero respuestas quizá mañana decida.
Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la  noche  habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo  único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta  tortura; me arrojaré  desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de  abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un  degenerado. Cuando hayan leído estas páginas  atropelladamente garabateadas,  quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o  la muerte.
Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso  Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un  corsario alemán. La gran  guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas  oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así  que nuestro buque fue capturado  legalmente, y nuestra tripulación tratada con  toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En  efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco  días más  tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para  bastante tiempo. 
Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál  era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy  vaga,  por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía  en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo  se mantenía bueno, y durante  incontables días navegué sin rumbo bajo un sol  abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las  olas a alguna región habitable. Pero no aparecían  ni barcos ni tierra, y empecé  a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida  inmensidad azul. 
El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores;  porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando  desperté finalmente,  descubrí que me encontraba medio succionado en una especie  de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas  ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en  el cual se había adentrado mi  bote cierto trecho. 
Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una  transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más  horror que asombro;  pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta  una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces  descompuestos y otros animales menos  identificables que se veían emerger en el  cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras  palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio  y la  estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una  vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad  del  paisaje me producían un terror nauseabundo. 
El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de  nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al  meterme en el bote  encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía  explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había  emergido a la superficie,  sacando a la luz regiones que durante millones de  años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande  era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo  de mí, que no lograba  percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco  había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos. 
Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se  apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol  en el cielo. A medida que el día avanzaba,  el suelo iba perdiendo pegajosidad,  por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer  fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé  una provisión  de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y  de un posible rescate. 
A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para  andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían  preocupado  cosas más graves para que me molestase este desagradable  inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el  día caminé constantemente en dirección  oeste guiado por una lejana colina que  descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa  noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la  colina, aunque parecía  escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del  cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó  ser mucho más alta de  lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más  pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado  para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina. 
No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la  luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de  la llanura, me desperté  cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más.  Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz  de la luna comprendí lo imprudente que había  sido al viajar de día. Sin el sol  abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de  nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde  no  había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta  de la elevación. 
Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente  de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo  alto del monte  y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura  concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde  del mundo, escrutando desde el mismo canto  hacia un caos insondable de noche  eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la  espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones  de tinieblas. 
Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del  valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca  formaba cornisas y salientes  que proporcionaban apoyos relativamente cómodos  para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más  gradual. Movido por un impulso que no me es posible  analizar con precisión,  bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de  mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado  la luz. 
De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera  opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba  yo; objeto que  brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los  primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una  piedra gigantesca; pero tuve la clara  impresión de que su posición y su  contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me  llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme  magnitud, y  su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven,  me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito  perfectamente tallado,  cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el  culto de criaturas vivas y pensantes. 
Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de  arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su  cenit, asomaba espectral  y vívida por encima de los gigantescos peldaños que  rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo  formando meandros, perdiéndose en ambas  direcciones, y casi lamiéndome los pies  donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la  base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía  distinguir ahora  inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de  jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los  libros,  y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados  tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás.  Algunos de los caracteres representaban  evidentemente seres marinos  desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había  visto yo en la llanura surgida del océano. 
Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente  visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones,  había una serie de bajorrelieves cuyos  temas habrían despertado la envidia de  un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta  clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces  en las aguas de alguna  gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua  también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que  el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la  imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a  pesar de sus  manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y  fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos  agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin  la debida proporción con los  escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de  matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé,  como digo, sus  formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que  se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una  tribu cuyos  últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el  primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta  visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba  la concepción del más  atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso  resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su  ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras.  Inmenso, repugnante, aquella  especie de Polifemo saltó hacia el monolito como  un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y  escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos  gritos  acompasados. Creo que enloquecí entonces. 
No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el  acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y  que reí insensatamente  cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una  tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido  de los truenos y demás ruidos que  la Naturaleza profiere en sus momentos de  mayor irritación. 
Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había  llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en  medio del  océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que  nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían  nada sobre la  aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y  no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a  ver a un famoso  etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la  antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di  cuenta de que era un hombre  irremediablemente convencional, y dejé de  preguntar. 
Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante,  cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo  me proporciona una cesación transitoria,  y me ha atrapado en sus garras,  convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo  esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión  desdeñosa  de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un  producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando  escapé  del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se  me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en  las profundidades del mar sin  estremecerme ante las espantosas entidades que  quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a  sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes  detestables en  obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las  olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de  una humanidad exhausta por  la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y  emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio. 
Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un  cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La  ventana! ¡La ventana!
(H. P. LOVECRAFT)